Hubo una vez, entre la comunidad de insectos, en el patio trasero de la casa de una persona cualquiera, un gusano si gracia alguna, por el contrario, adornado, -si cabe el término- por las más repulsivas características. Frente a los escarabajos era el más débil y lento; frente a las abejas era insignificante, no sólo era terrestre, sino además rastrero; qué decir frente a las hormigas, las incansables hormigas, no sólo era lento, sino además inútil. Está por demás decir, que no gozaba, el gusano, de buena reputación entre los miembros de dicha sociedad de insectos.
Marginado por todos ellos, se pasaba la mayor parte del tiempo escondido y rehuyéndoles, perdido y hundido en la viscosidad de sus propios deshechos. Un día, fue poco a poco quedándose dormido entre la oscuridad, quizás, con la intención de no volver a despertar. Sin embargo, esto no ocurrió, despertó, pero, se sintió diferente, por alguna extraña razón, sabía el gusano que algo había cambiado; que no era ya más aquél ser repugnante, molesto para todos, era otro y no sólo eso, se sentía y se veía diferente. Temeroso salió a la luz frente la mirada atónita de los otros insectos, que no pudieron menos que admirar la resplandeciente figura de aquél a quien no habían querido y hasta las abejas envidiaban el esplendor de las alas del que habían llamado rastrero.
Con este relato sólo quiero poner de manifiesto el aspecto de gratuidad que encierra la vocación, que así como el gusano un día se despertó convertido en una flamante mariposa sin ningún mérito propio. Así mismo, la vocación es dada a seres humanos concretos, sin ningún mérito del cual se pueda presumir, por el contrario, Dios llama, en ocasiones, a los menos aptos, quizás, para poner de manifiesto que quien obra es la gracia y no la persona.
Es verdad que ésta exige una responsabilidad y un compromiso por parte del que es llamado, pero, esencialmente, la vocación se entiende como un don, una gracia que obra en quienes Dios elige y que ellos dejan actuar, y que además dicha gracia es capaz de transformar al más vil gusano, o mejor dicho, al hombre más miserable en un verdadero heraldo del Evangelio, esto, claro, si somos capaces de dejarnos guiar por la gracia de Dios.
En gran medida es Dios quien obra a través del hombre que se ha dejado transformar por esa gracia divina, pero depende del hombre el permitirle a la gracia que obre primeramente en él y lo transforme en un hombre nuevo. Sin embargo si nosotros nos aferramos a nuestra condición de gusanos nada puede hacer la gracia en nosotros y mucho menos actuar por medio nuestro.